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El pueblo, los pueblos y Europa

Le peuple, les peuples et l’Europe

El pueblo, origen del Estado, es una agrupación de individuos fruto del azar; nadie puede decidir dónde nace. La cohesión mejora si además estas agrupaciones poseen la misma raza, lengua, principios morales y tradiciones. Estamos hablando, de elementos identitarios integradores que a la vez marginan a los otros. La identidad establece categorías que sirven de nexo entre grupos. Uno puede ser ateo, socio de un club de fútbol, funcionario, conservador, heterosexual, masón… En los Estados modernos los ámbitos de pertenencia son muy diversos; obviamente, hay lugares donde ciertas identidades están perseguidas en aras a conseguir una uniformidad muy conveniente para los Estados dictatoriales, disfrazados a veces de democráticos; es común que en todos ellos la rigidez identitaria en torno, sobre todo, a la religión, —en eso están también los partidos de extrema derecha—.

La Unión Europea es un espacio político que aspira a ocupar la mayor parte de la geografía continental. Hasta ahora, 28 (-1) Estados agrupados en torno a objetivos fundamentalmente económicos, aunque ya se ha dotado al Parlamento de un cierto poder normativo y de control sobre la Comisión que vendría a ser algo parecido al ejecutivo. Las dos instituciones rectoras, el Consejo y la Comisión, se solapan; la primera la forman el conjunto de presidentes de los diferentes Estados que trabajan preferentemente en su propio beneficio y por lo tanto dan por hecho que no es necesario esforzarse en la creación de lazos identitarios pues suponen que el libre comercio —la economía, en definitiva—, dotará al espacio de vínculos que vayan más allá del de ciudadanía que va impreso en los pasaportes.

La visión cortoplacista de la clase política ha hecho posible que el destino Europa cuelgue de un hilo, hilo que sorprendentemente quieren cortar Putin y Trump pues en la cosa de dominar el mundo nadie necesita competidores. La respuesta a esta crisis es sorprendente: hay grupos políticos que reclaman que la religión sea un eje vertebrador; «somos cristianos», dicen. O la Historia; somos herederos de Roma. Además, arguyen, mantenemos un Estado de derecho; hay separación de poderes, pluralismo político, protección a las minorías… Lo que no deja de ser un constructo circunstancial basado en algunas inexactitudes.

En todo ese maremágnum, se mezclan conceptos diametralmente opuestos, se cierran fronteras, se llama a rebato, se grita «sálvese quien pueda».  Entre tanto, Siria —antigua colonia del Reino Unido y Francia, no lo olvidemos—, se desmorona: millones de refugiados vagan sin rumbo; muchos llegan a una Europa en decadencia donde se grita cada vez con más furor que las minorías son peligrosas. Para dar la razón a los facciosos, el radicalismo islámico se convierte en un gravísimo peligro que da más argumentos a los extremistas. Las desigualdades sociales aumentan de manera exponencial; hay corrupción, hambre, impunidad. El Reino Unido sale para cerrar sus fronteras a la inmigración de la Europa pobre y del resto del mundo, pero no quiere perder los beneficios económicos que obtiene de la Unión. Y como colofón, la extrema derecha, apoyada económicamente por Rusia y jaleada en Francia por la Primera ministra británica, crece desmesuradamente pues ofrece respuestas fáciles a problemas sencillos.

El pueblo Nación se rearma, se falsean identidades de un pasado remoto, se criminaliza a los pobres, se esconde la cabeza hasta que esa molestia desaparezca. Pero no desaparece. El mundo se dota de gobernantes dispuestos a resolver problemas a bombazos; en España, por ejemplo, el gasto en defensa aumentará este año un 30%, es decir casi 2.000 millones de euros más (la cuarta parte del gasto en educación). Pero las armas se quedan obsoletas, la munición caduca (es cierto: las balas tienen fecha de caducidad), los enemigos aumentan; hacen falta más y más recursos, más y más enemigos. En ese contexto, ya sabemos lo que podría ocurrir. ¿Pero, existe un enemigo tan poderoso que exija ese rearme? Un pueblo, frente a otro pueblo por qué motivos; o, peor, una coalición de naciones en defensa de qué.

Europa se desdibuja en la burocracia. Aquel territorio articulado en demasiadas ocasiones sobre el poder de la fuerza, necesita una salida honrosa hacia un futuro prometedor donde el centro del universo no recaiga en los Príncipes, sino en la gente, donde el poder de la fuerza dé paso al poder de la razón, de la tolerancia, de la solidaridad. El riesgo es grande; por doquier despuntan fasces que pretenden ser depositarios de la identidad reducida a un himno, una bandera y una lengua que generalmente los fascistas desconocen. En la cima de esos fasces, el jefe que piensa por ti, que decide por ti; aquel que desprecia la voz discordante.

Si queremos ser alguna vez Europa de verdad, es necesaria la vuelta al ser, al individuo como actor principal, como hombre y mujer en la tarea de ejercer la democracia, de romper con estereotipos castrantes. Pero un individuo aislado no es nada, necesita de los demás para poder desarrollarse; ahí aparece la libertad, que está ahí para ejercerla; la democracia, para practicarla, como la tolerancia o la solidaridad con los desprotegidos.

Cicerón dijo que un pueblo es una comunidad de intereses lo que exige la inclusión de todos. Pero antes habrá que definir cuáles son nuestros intereses. Europa como pueblo debe ser integradora, de todas sus gentes, de todas las lenguas, de todas las culturas sobre una serie de principios básicos e inamovibles que deben ser los Derechos Humanos que como todos nosotros sabemos se basan en nuestro lema: Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

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